Estos días, los medios de información nos invaden con noticias de pederastia cometidos por muchos sacerdotes, religiosos y religiosas en diversas partes del Mundo: México, EEUU, Canadá, Irlanda, Chile, Colombia, Brasil, Alemania, Austria, Italia, Francia, Reino Unido, Holanda, Polonia, España, incluso en países africanos. El deterioro de la Iglesia Católica ha sido muy grande y la imagen de credibilidad y honradez que está dando, pésima.
Es justo reconocer que, aunque estos casos existen, no se puede generalizar y pensar que todos los religiosos son pedófilos, ya que la mayoría cumplen con sus diversas tareas con normalidad y corrección. Muchos de ellos de modo heroico en países del Tercer Mundo o en circunstancias muy complicadas.
El problema de fondo es el procedimiento que la Jerarquía de la Iglesia suele utilizar contra los sacerdotes que cometen estos delitos. En vez de ponerlos en manos del juez para ser juzgados, los cambian de destino. Con lo cual el problema se traslada a otro sitio con nuevas posibles víctimas.
Ha tenido que ser la prensa y los abogados de las víctimas los que han destapado la caja de los truenos y el escándalo ha trascendido a la opinión pública. El Vaticano se ha visto obligado a intervenir con algunas medidas que las asociaciones de víctimas han reconocido como insuficientes. Comparto totalmente el planteamiento de REDES CRISTIANAS que, entre otras cosas decía:
“La postura oficial que, a través de Benedicto XVI, ha manifestado la Iglesia tanto en la Carta a los Irlandeses como en sus alocuciones personales, nos parece irresponsable e insuficiente: primero porque se ha tratado de ocultar el problema como si no existiera, y luego, cuando ya se ha hecho universalmente público, porque la Iglesia oficial no se ha sabido poner decididamente del lado de las víctimas.
Es evidente que debemos odiar el pecado y practicar la misericordia con el pecador; pero antes y sobre todo, está la misericordia y la dignidad que debemos a las víctimas. Y, en este sentido, nos parece que no basta con una simple y hasta dramática petición de perdón; es necesario algo más: restaurar la dignidad de las víctimas. La Iglesia debe colaborar con la justicia civil; no puede encubrir abusos sexuales sobre menores, tipificados como delito grave en el código civil.” http://www.redescristianas.net/2010/03/24/postura-de-redes-cristianas-ante-los-casos-de-pederastia-en-la-iglesia-catolicacoordinadora-de-redes-cristianas/
Algunos obispos, encubridores de estos delitos, han tenido que presentar la dimisión. Diversas diócesis de EEUU han tenido que declararse en bancarrota para poder hacer frente a las indemnizaciones económicas multimillonarias a las víctimas que ganaron los pleitos en los tribunales.
No son pocas las críticas que el mismo Papa Benedicto está recibiendo por no saber gestionar este asunto de un modo valiente. Él mismo ha sido imputado en diversos informes por haber encubierto, cuando era Obispo en Munich y después Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a algunos sacerdotes pedófilos, aunque el Vaticano se niega a reconocer los hechos.
Ya sabemos que todas las instituciones suelen enrocarse en ellas mismas cuando los problemas de corrupción o delitos les salpican y, al menos tratan de que sus máximos dirigentes queden exculpados. Si es necesario, se mata al mensajero y se niegan los hechos. Aunque sea una medida poco inteligente, por la fuerza que hoy tienen los medios de comunicación e Internet para sacar a relucir la verdad de los hechos.
Por eso la opinión pública, dentro y fuera de la Iglesia, desearía que el Papa entonara su “mea culpa” y reconociera no sólo a los que cometieron los delitos y los encubrieron, sino también el papel determinante que la misma institución eclesiástica ha jugado en todo esto, con normas sólo pensadas para perdonar a los que cometieron los “pecados” y no para quienes cometieron gravísimos “delitos” que han dejado marcados para siempre a miles y miles de personas en diferentes partes del Mundo.
El Papa debería pedir perdón por ello y cambiar por completo las normas de procedimiento y por supuesto, resarcir a las víctimas en lo posible, con compensaciones morales, sicológicas y económicas.
Aunque la jerarquía no quiera reconocerlo, es evidente que la actual normativa de exigir el mantenimiento del celibato obligatorio para el clero no es un buen medio para ayudar a solucionar los problemas de las carencias afectivas y sexuales de seminaristas, sacerdotes, religiosos y religiosas que tienen el riesgo, ante la prohibición de poder expresar su afectividad con normalidad, de recurrir a otro tipo de expresiones afectivas y sexuales que pueden terminar, como los casos que estamos comentando, en perversiones con menores y daños morales y sicológicos imborrables para ellos.
Por eso, parecería oportuno que Benedicto XVI, en un gesto de honestidad que le honraría para siempre, presentara su dimisión y se procediera a la elección de un nuevo Papa que acometiera las profundas reformas de todo tipo que la Iglesia necesita.
Cádiz 10 de Abril de 2010
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