SE nos avecina un otoño caliente. No por causa del cambio climático, sino con motivo de la campaña pre-electoral que va a empezar pronto. Si desde el 14 M, la crispación política y religiosa han ido en aumento, se puede pensar razonablemente que en las próximas semanas la convivencia entre los españoles se va a caldear más. Confieso que lo que más me preocupa de este probable calentamiento es la previsible participación que en él van a tener no pocos ‘hombres de Iglesia’. Los temas seguramente más polémicos ya están sobre la mesa. La asignatura de educación para la ciudadanía será, según parece, el tema estrella.
Pero no sólo eso. En octubre, el papa va a beatificar en Roma a cerca de quinientos mártires de la Guerra Civil. Que yo sepa, nunca subieron a los altares tantas personas a la vez. Lo van a hacer cuando tenemos las elecciones generales a la vista. Y en el momento en que la ley de la ‘memoria histórica’ pone más nerviosa a mucha gente. En esas condiciones, va a ser difícil evitar que muchos ciudadanos vean una provocación en el hecho de que, de tantos miles de víctimas de la Guerra Civil, precisamente los que se oponen a la ley de la memoria histórica glorifican a sus muertos, al tiempo que se indignan porque se quiere sacar de las fosas comunes a los muertos del bando contrario.
Así están las cosas. Pero me temo que se van a complicar en cuanto empiece el curso escolar. Sobre todo, si empezamos con los objetores de conciencia que se niegan a que sus hijos asistan a las clases de educación para la ciudadanía. Y luego, a partir de octubre, las solemnes celebraciones que van a honrar la memoria de los mártires que dieron su vida ‘por Dios y por España’, al tiempo que, quienes tengan poder para hacerlo, seguirán poniendo pegas para que los hijos y nietos de quienes fueron fusilados por los ‘nacionales’ puedan dar con los restos mortales de padres o abuelos y rendirles el reconocimiento que hasta ahora no han podido ofrecerles.
Estando en el poder un gobierno del PSOE, que es quien ha introducido en los planes de estudio la asignatura de educación para la ciudadanía y quien ha aprobado en el parlamento la ley de la memoria histórica, es evidente que la Ley no ampara a quienes proyectan impedir o dificultar que esas leyes se pongan en práctica. El problema está en que los obispos, y la derecha en general, cuando se oponen a las mencionadas leyes, no invocan argumentos jurídicos o legales. Porque saben que por ahí llevan las de perder. Por eso echan mano de argumentos éticos apelando a la conciencia.
Lo cual es una estrategia bien montada. Porque, como sabemos, la Iglesia es experta en manejar y, a veces, manipular conciencias. Tiene experiencia de siglos en ese oficio. De ahí que obispos, clérigos y sus seguidores incondicionales se sienten cómodos cuando plantean los problemas ciudadanos en el terreno de la ética y, por tanto, en el ámbito de las conciencias. Ahí llevan las de ganar. Un buen ejemplo, en este sentido, es lo que dijo el papa actual el 24 de junio de 2005: «Es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen de acuerdo con las normas que les son propias». Pero el papa añadió : «sin excluir sin embargo las referencias éticas que encuentran su último fundamento en la religión.
La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión del hombre y de su eterno destino» (’L'Osservatore romano’, 25.VI.05, p. 5). Este texto es programático y expresa toda una mentalidad. El papa admite la laicidad del Estado. Pero sólo admite la laicidad ’sana’. Es decir, la que no excluye ‘las referencias éticas’. Una fórmula inteligente desde el punto de vista de un buen dirigente religioso. Porque, desde el momento en que apela a las referencias éticas, está sacando al Estado de sus competencias específicas y lo está llevando a un ámbito que «encuentra su último fundamento en la religión», según el criterio del papa.
A la vista de este razonamiento pontificio, se entiende la lógica del discurso episcopal. Los obispos admiten el Estado laico y sus leyes. Pero con tal que todo eso sea ’sano’. Y sano es solamente el Estado que acepta como ‘último fundamento’ del bien y del mal lo que dictamina la religión, es decir, el papa y los obispos. El conflicto, por tanto, está servido. Porque muchos ciudadanos están convencidos de que la religión no tiene por qué ser el ‘último fundamento’ del comportamiento ético. Hay mucha gente profundamente religiosa que no es precisamente ejemplar en su conducta. De la misma manera que hay ateos honrados, ejemplares y hasta heroicos. Además, si hablando de quien dictamina sobre el bien y el mal, el papa y los obispos tuvieran las manos limpias, su discurso tendría una credibilidad inapelable.
Pero, ¿qué crédito moral puede tener una institución (la Iglesia) que exige respeto al derecho de los padres para educar a sus hijos, pero a estas alturas aún no ha firmado los tratados internacionales sobre los derechos humanos? ¿Qué ética manejan los obispos que ocultan a curas pederastas, que expulsan sin explicaciones a profesores de religión, que no dan cuenta cada año hasta del último céntimo que cada diócesis gasta? En cualquier caso, los principios éticos por los que se debe regir un Estado no confesional no pueden ser los que provienen de una confesión religiosa. Porque si el Estado hace eso, ¿qué les puede decir a los ciudadanos que no creen en ninguna religión?
Si la Iglesia quiere colaborar a la pacífica convivencia de los españoles, lo mejor que puede hacer es promover lo que nos une, no lo que nos enfrenta. Sobre todo cuando lo que nos enfrenta es bastante discutible desde no pocos puntos de vista.