Fuente: Redes Cristianas, Moceop, Somos Iglesia Andalucía
La Iglesia católica es una confesión religiosa y un Estado. Ambas cosas a la vez. Por tanto, el papa es, al mismo tiempo, un dirigente religioso y un jefe de Estado. Es verdad que el Estado de la Ciudad del Vaticano es territorialmente muy pequeño. Pero este Estado tan pequeño tiene una peculiaridad que no tiene ningún otro país del mundo.
El jefe del Estado Vaticano, en cuanto líder religioso, tiene unos mil millones de súbditos, es decir, tiene una determinada autoridad para mandar en todos los países del planeta. Sin olvidar que el poder del papa es un poder que toca donde ningún otro jefe de Estado puede tocar, en la intimidad de las conciencias. Desde este punto de vista, no es ningún disparate decir que, por ejemplo, en muchos ciudadanos españoles, el jefe del Estado del Vaticano manda más que el jefe del Estado español.
Y el papa sabe muy bien que eso es así. El 24 de junio de 2005, declaró Benedicto XVI que los asuntos relacionados con la ética “tienen su último fundamento en la religión”. Es decir, cuando se trata de problemas relacionados con las decisiones de conciencia, el último fundamento (para la toma de tales decisiones) está en lo que diga el papa. Lo cual es ambiguo,. Porque Benedicto XVI dijo esas palabras ante el presidente de la República Italiana, no en una ceremonia religiosa, sino en un acto estrictamente político, en el palacio del Quirinal, cuando el papa, hablando como jefe de Estado, explicaba públicamente su pensamiento sobre la “laicidad del Estado”.
Y lo peor de caso es que este pensamiento papal es, no sólo ambiguo, sino sobre todo peligroso. Porque los asunto de la moral y de la ética tocan directamente a muchos e importantes asuntos de la vida sobre los que un Estado de derecho tiene la obligación de legislar. Y entonces los ciudadanos, que tienen creencias católicas, se pueden (y se suelen) ver en la complica disyuntiva de tener que decidir a quién le hacen caso: ¿a los obispos que representan al papa o al parlamento que representa al Estado?
Pues bien, sabemos que los obispos suelen zanjar estas situaciones exigiendo al Estado que legisle, para todos los ciudadanos, de acuerdo con las exigencias morales que dicta el papa para los católicos. Así las cosas, cualquiera entiende que la concentración que organizaron los obispos el pasado 30 de diciembre, en la plaza de Colón de Madrid, fue un acto, no sólo religioso, sino también electoral. Y lo grave del asunto es que a mucha gente le parece lo más lógico del mundo el acto electoral de derechas que se organizó en Madrid el 30 de diciembre.
De la misma manera que, hace unos años, a millones de televidentes les pareció normal que Juan Pablo II le echara una reprimenda, con el dedo alzado, al ministro de cultura de Nicaragua, Ernesto Cardenal, que, ante todo el gobierno de la nación , aguantó de rodillas la regañina del Pontífice. ¿Ustedes se imaginan que, en una recepción oficial y ante las cámaras de la televisión en el aeropuerto de Barajas, el presidente Sarkozy pusiera de rodillas a un ministro de nuestro gobierno y, apuntándole con el dedo, le dijera amenazante que tiene que cambiar de conducta?
Las ingerencias del Vaticano en los asuntos internos de otros Estados han sido más frecuentes de lo que sospechamos. Sobre todo cuando se acercan acontecimientos importantes, como es el caso de un referendo o unas elecciones generales.
Cuando yo era estudiante en Roma, los italianos veían como cosa normal que, en las campañas electorales, el Cardenal Vicario de la diócesis de Roma convocara a los superiores de frailes y monjas para darles severas instrucciones indicando a quién había que votar. El Vaticano y sus representantes actúan con cautela en estos casos. Pero lo hacen con eficacia. Puesto que, como he dicho, tocan donde no pueden tocar los poderes del Estado laico. En este sentido, el Vaticano juega con ventaja.
Y tiene una fuerza, que muchos no imaginan, para decantar el voto de muchas personas. Porque en España la conciencia “religiosa” es un refuerzo enorme para potenciar o modificar la conciencia “laica”. Además, en algunos casos (como ocurre en España), el Estado se ve presionado por el deber de respetar los acuerdos internacionales que ha suscrito con el Vaticano. Con lo cual la ventaja se acrecienta. Por eso, en España, los obispos no van a decir a quién se debe votar. Les bastará con decir que hay que votar “en conciencia”. Con eso tendrán fuerza para movilizar a más gente de la que quizá sospechamos.
Para evitar confusiones, ambigüedades y conflictos, que dañan a todos y antes que nadie a la misma Iglesia, creo que lo mejor sería que desparezca el Estado de la Ciudad del Vaticano con todo su montaje de relaciones diplomáticas de alta política. Si el papa representa a Jesucristo en la tierra, no resulta fácil imaginarse a Jesús de Nazaret revestido de los poderes y oropeles de los jefes de Estado.
Y mientras eso no llega (que no sé si llegará alguna vez), los gobiernos deberían poner todos los medios legales, que ofrece el Estado de derecho, para evitar las ingerencias de un Estado (el Vaticano) en los asuntos que conciernen a la organización política de otro Estado. Empezando, claro está, por acabar con los concordatos y acuerdos con la Santa Sede, que tantas veces suelen ser el coladero de ingerencias de la religión en la política.
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